Cada cuatro años, ya lo sabemos: ¡las Olimpíadas!...
Pero, colocándonos ahora en la mente de San Pablo,
queremos aprender sobre todo las enseñanzas que nos dan en orden a la vida
cristiana. Sí, cristiana, como suena.
El Apóstol las vivió en su tiempo y de ellas sacó
lecciones inolvidables. ¿De veras que San Pablo se metió en las Olimpíadas?...
Ciertamente, las aprovechó para enseñar.
Unas Olimpíadas propias, se celebraban cada dos años en
Corinto: eran los Juegos Ístmicos, que apasionaban a los corintios.
¿Qué hace entonces
Pablo en sus cartas?... Toma las
competiciones deportivas para enseñarnos lo que es la vida del cristiano:
-¡Corre como los atletas! ¡Entrénate antes como hacen
ellos! ¡Lucha conforme al reglamento! ¡Conquista la corona de laurel! ¡No te
canses y sigue hasta el fin!...
San Pablo recurre muchas veces a esta comparación tan
bella y tan apasionante. Con frecuencia lo hace usando solamente una palabra
deportiva, y se entiende lo demás.
Por ejemplo, cuando le escribe a su discípulo más
querido: “Corre al alcance de la justicia, de la piedad, de la fe, de la
caridad, de la paciencia en el sufrimiento, de la dulzura” (1Tm 6,11)
O como cuando le escribe: “Conquista la vida eterna a la
que has sido llamado” (1Tim. 6,12)
Las palabra “corre” y “conquista” lo dicen todo.
El pregonero gritaba en el estadio ante la multitud:
-¡Timoteo ha quedado vencedor!... Y viene el premio: -¡Agarra la corona que te
alarga Cristo como a vencedor, Timoteo!
Sin embargo, hay en
las cartas ocasiones en que Pablo explana la comparación. La más notable
la tenemos en la carta precisamente a los de Corinto, y poniéndose como ejemplo
él mismo, como si fuera uno de los atletas: “¿No saben que en las carreras del
estadio todos corren, pero uno sólo se lleva el premio? ¡Corran ustedes de
manera que lo consigan! “Los atletas se privan de todo; y eso, ¡por una corona
corruptible!; nosotros en cambio lo hacemos por una incorruptible.
“Así, pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el
pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo
esclavizo; no sea que habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo
descalificado” (1Co 9,24-27)
¡Qué párrafo tan magnífico! Soñando en una corona de
laurel o de olivo, los atletas se imponían una vida austera a fin de ganarla y
lucirla después en sus cabezas coronadas, con la admiración de todos:
-¡Ahí va el héroe! ¡Este es el mejor corredor de
Grecia!...
¿Cuánto duraba incorrupta la corona, cuánto tiempo
estaban las alabanzas en la boca de todos?...
Y para eso se imponían toda clase de sacrificios mientras
duraban los entrenamientos. Ni la satisfacción del sexo se permitían, como
atestigua el poeta pagano Horacio. ¡Nada, austeridad total!
Pablo saca la consecuencia: -¿Y nosotros, los
cristianos?... No una corona de laurel, ni una medalla de oro, sino la vida
eterna, ¡qué ya es decir!... Por sacrificios y deberes que imponga la vida
cristiana, ¿qué son ante la gloria que espera a los triunfadores?...
Precioso, sencillamente. Pero en una ocasión Pablo se
supera a sí mismo.
Es cuando a los de Filipos les narra su conversión.
Jesucristo va detrás a aquel fariseo, lo
alcanza ante las puertas de Damasco, y Pablo se da cuenta de quién le ha
perseguido y quién le vence.
Entonces, en vez de rendirse, Pablo va detrás de
Jesucristo, diciéndose:
-¿Si? ¡Veremos a ver si gano o no!...
Se lanza detrás del que le ha dado alcance, y confiesa:
-No he atrapado todavía del todo a Jesucristo. Aún no soy
perfecto. ¡Pero sigo adelante en mi carrera hasta alcanzarlo, igual que Cristo
Jesús me alcanzó a mí! Sigo corriendo hacia la meta, al premio a que Dios me
llama desde lo alto en Cristo Jesús (Flp 3,8-15)
Sublime lo de Pablo, que
entusiasma con esto de las Olimpíadas.
Y ese su discípulo que escribió la carta a los Hebreos,
conocedor del pensamiento de su maestro, nos coloca a todos en el estadio.
En las gradas, como espectadores, están todos los que ya
triunfaron: santos y santas innumerables, que entre gritos y aplausos van
animando a todos desde el Cielo:
- ¡Corre! ¡Aprisa! ¡No te detengas! ¡Que ya falta
poco!...
¡Para ti una medalla de oro! Y tú, ¡no te contentes con
la de bronce!...
Para correr bien, quítate de encima todo lo que te
estorbe, ¡sé valiente!...
¡Mira a Jesús que va delante de ti! Él no tuvo miedo ni a
la cruz, y ya ves con qué medalla lo condecoró el Padre…
Esto significa ese párrafo entusiasmante: “También
nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo
lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con constancia la carrera que se
nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual,
por el gozo que se le proponía, soportó la cruz y ahora está sentado a la
derecha del trono de Dios” (Hbr 1,1-4)
Las Olimpíadas que contemplamos cada cuatro años en el
televisor son bellas y estimulantes, es cierto. Pero están limitadas para
pocos. Las Olimpíadas cristianas cuentan con atletas innumerables y magníficos,
con un Dios que es espléndido en las medallas que reparte.
A cada uno le enseña la de oro, mientras le dice
sonriendo:
-Es para ti. ¿La quieres?...
Radio Claret