Aquel joven (lo era en tiempos de su
conversión) que después de perseguir por motivos de conciencia a aquellas
incipientes comunidades cristianas, por considerar que así servía mejor a Dios,
tuvo su momento de gracia al encontrarse cara a cara con aquel a quien
perseguía.
No me cabe la menor duda de que a Pablo le
debemos mucho los cristianos, y no sólo porque él fuese, en buena medida, el
primer gran teólogo, ni siquiera porque nos legase sus cartas a través de la
cuales conocemos parte de sus peripecias y cómo se articulaban aquellas
primeras comunidades de hermanos y hermanas en Cristo.
Sino sobre todo por él mismo, por su
testimonio de fe, por su grandeza de alma, por su entrega incondicional al
Señor de la vida.
La conversión de Pablo es en cierto modo la
representación gráfica de nuestra conversión, de la necesidad de "caer del
caballo" de nuestro egoísmo, de nuestros miedos, de nuestros prejuicios,
de nuestra fe interesada, para abrirnos, a velas desplegadas, al don del amor
de Dios.
La conversión implica un cambio o giro
copernicano, radical, esencial. La conversión es un estímulo constante para que
no nos postremos en el lecho de una fe sin compromiso, para que no nos
estanquemos en nuestro crecimiento interior.
Por eso recordar a nuestro amigo Pablo, es
más que alabar a Dios a través de uno de sus y comprometidos testigos, es recordar
que es posible salir de la oscuridad de la noche para acercarnos al resplandor
de Dios, aunque por unos instantes nos ciegue su luz.
La audacia de fe de Pablo ha de ser hoy un
estímulo para la Iglesia entera, una especie de aguijón que espoleé nuestro
ánimo y nos haga abrir nuevos horizontes de paz y esperanza para la Humanidad.
Suyas son las palabras dirigidas a los
miembros de la comunidad de Filipos que ahora también son nuestras: “Mi alegría
como creyente ha sido grande al ver renacer su interés por mí. De hecho lo
tenían, pero no habían tenido ocasión de manifestarlo. Y no les digo esto
porque esté necesitado, pues he aprendido a arreglármelas en cualquier
situación.
Sé pasar estrecheces y vivir en la
abundancia. A todas y cada una de estas cosas estoy acostumbrado: a la
abundancia y al hambre, a que me sobre y a que me falte. De todo me siento
capaz, pues Cristo me da la fuerza. Sin embrago, han tenido un hermoso gesto al
solidarizarse conmigo en la tribulación” (Flp 4, 10-14).
El “hermoso gesto”, Saulo, lo has tenido
con nosotros al habernos transmitido tu fe, la que te ha hecho vencer la
ferocidad de tu lobo interior para convertirte en cordero manso al servicio de
la causa del bien. Ayúdanos a pasar de la noche de la violencia y la intolerancia
a la luz de la paz y el amor.
Francisco Castro Miramontes