Al recorrer las cartas de San Pablo no podemos dejar de percibir el lugar que ocupa la oración, en particular, aquella que podríamos llamar apostólica, esencialmente ligada al apostolado.
Esta oración se alimenta y encuentra su origen precisamente en la misión apostólica pero, al mismo tiempo, esta oración apostólica prepara, acompaña y hasta reemplaza a la tarea apostólica.
En San Pablo vemos que:
“Siempre damos gracias a Dios por todos ustedes, cuando los recordamos en nuestras oraciones, y sin cesar tenemos presente delante de Dios, nuestro Padre, como ustedes han manifestado su fe con obras, su amor con fatiga y su esperanza en Nuestro Señor Jesucristo con una firme constancia” (1 Tes. 1,2-3).
“Nosotros, por nuestra parte, no cesamos de dar gracias a Dios, porque cuando recibieron la palabra que les predicamos ustedes la aceptaron no como palabra humana, sino como lo que es realmente, como Palabra de Dios, que actúa en ustedes, los que creen” (1 Tes. 2,13).
“¿Cómo podremos dar gracias a Dios por ustedes, por todo el gozo que nos hacen sentir en la presencia de nuestro Dios? Día y noche, le pedimos con insistencia que podamos verlos de nuevo personalmente, para completar lo que todavía falta a la fe” (1 Tes. 3,9-19).
“Por eso, desde que nos enteramos de esto, oramos y pedimos sin cesar por ustedes, para que Dios les haga conocer perfectamente su voluntad, y les dé con abundancia la sabiduría y el sentido de las cosas espirituales” (Col. 1,9).
“Doy gracias sin cesar por ustedes, recordándolos siempre en mis oraciones. Que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la Gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo plenamente” (Ef. 1,16-17).
“Por eso doblo mis rodillas delante del Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra. Que Él se digne fortificarlos por medio de su Espíritu, conforme a la riqueza de su gloria, para que crezca en ustedes el hombre interior. Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor” (Ef. 3,14-17).
Oración de acción de gracias u oración de petición es siempre oración apostólica.
Se trata siempre de dilatar el Reino de Dios. Pablo sabe muy bien que sólo Dios puede hacer penetrar, por su gracia, en las almas, el gran misterio de salvación de Cristo Jesús, del cual recibió la misión de predicar.
La oración de San Pablo es incesante, continua, como debe ser la oración de todo cristiano: “de noche y de día”; “sin cesar”; “siempre”. La oración es como la evangelización.
Dice Pablo que hay que evangelizar con oportunidad o sin ella. Lo mismo hay que decir de la oración.
Pero también la oración de Pablo es insistente: “Le pedimos con insistencia”.
Para Pablo la oración es una especie de lucha o combate que sostiene el hombre con Dios.
En la carta a los cristianos de Roma pide a los hermanos de esta comunidad“ en nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu Santo, que luchen junto conmigo, intercediendo ante Dios por mí” (Rom. 15,30).
En la carta a los Colosenses la misma palabra caracteriza la oración que Epafras eleva a Dios:“los saluda Epafras, su compatriota, este servidor de Cristo Jesús no cesa de luchar por ustedes en sus oraciones, para que se mantengan firmes en la perfección, cumpliendo plenamente la voluntad de Dios” (Col. 4,12).
Al comienzo del capítulo segundo de la misma carta a los Colosenses, Pablo usa la misma imagen para hablar del apostolado: “Sí, quiero que sepan qué dura es la lucha que sostengo por ustedes, por los de Laodicea y por tantos otros que no me conocen personalmente” (Col. 2,1).
En esta visión de la oración como lucha no falta la osadía, pero nos hace acordar de las enseñanzas del Evangelio. Por ejemplo, de la parábola del amigo inoportuno (Lc. 11, 5-8), o del episodio de la mujer cananea (Mc. 7,24-30).
Finalidad de la oración
Los Padres de la Iglesia verán en la lucha de Jacob con el ángel narrada en Gen. 32,23-33 una imagen de la eficacia de la oración. Ni Cristo ni San Pablo han dudado en enseñarnos que Dios quiere ser importunado por nuestras oraciones y dejarse, por decirlo así, arrebatar con una gran lucha lo que le pidamos.
Por supuesto, se trata de imágenes. Lo que importa es precisar el sentido. Por supuesto no se quiere decir que el hombre con su oración se propone hacer que Dios quiera lo que antes no quería, como si el hombre pudiese influir en Dios, o como si Dios no fuese el Padre misericordiosos dispuesto dar a sus hijos lo que les conviene (Lc. 11,11-13); infinitamente más solícito por el bien de sus hijos que de dar de comer a los pájaros del cielo y vestir a los lirios del campo (Lc. 12,12-31).
Santo Tomás se ha enfrentado con este problema. El título es: “De cómo la oración conviene a los hombres para obtener lo que esperamos de Dios y de las diferencias que hay entre la oración que el hombre dirige a Dios y la que dirige a otro hombre”. Cuando oramos a Dios dice, no intentemos manifestar nuestros deseos y nuestras necesidades a un Dios que lo sabe todo: “Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo esto tenéis necesidad” (Mt. 6, 22). No se trata tampoco de hacer, mediante palabras humanas, que la voluntad divina quiera lo que antes no quería.
Tenemos que recordar que es Dios mismo quien suscita la oración en nosotros.
Si rezamos, es porque Dios nos lo inspira. Hay una oración que resume maravillosamente esto: “Te rogamos, Señor, que, anticipándote a nuestras acciones, las inspires y las acompañes con tu ayuda, a fin de que toda nuestras oraciones y obras empiecen siempre en ti y en ti terminen”.
Dios está en el origen, en la continuación y en el final de toda la oración y de toda acción sobrenatural nuestra. Entonces, surge la pregunta:
¿Para qué sirve la oración?
a) Para asociarnos a su obra redentora, para que colaboremos con Él en la obra de la salvación. Lo que Dios quiere es que colaboremos según nuestras posibilidades. No podemos volver a Él por nuestros propios medios, pero quiere que podamos algo.
Y ese algo que podemos es la oración que Él nos inspira. De la misma manera al encarnarse manifestó su respeto a la libertad de la Virgen pidiéndole su consentimiento. En cierto modo también a nosotros nos pide nuestro consentimiento cuando nos pide la oración.
b) Pero hay otra razón. Y en esto Santo Tomás sigue a San Agustín que se preguntaba: “¿Qué necesidad hay de orar, si Dios ya conoce lo que necesitamos…? Porque la oración serena nuestro corazón, lo purifica y lo capacita para recibir los dones divinos que nos son infundidos espiritualmente”.
Así, la oración dispone nuestro ánimo, nos hace capaces de recibir lo que Dios nos quiere dar. “La oración le es necesaria al hombre para obtener algo de Dios, no en razón de Dios, sino en razón del que reza, porque así se hace capaz de recibir”.
Por esta causa la oración nunca es inoportuna, ya que, mediante ella, en cierto sentido, permitimos a Dios concedernos lo que Él mismo nos quiere dar. No siempre estamos dispuestos a recibir lo que Él quiere darnos y la oración permite que nos dispongamos para su recepción.
Muchas veces quisiéramos hacer algo por una persona y nos sentimos impotentes. El Señor espera nuestra oración. Orando y mortificándonos nos permitirá tener acceso a esa persona.
Lejos de oponerse a las “necesidades de la acción” tal oración encuentra en ella su razón de ser. Es parte integrante de nuestra tarea apostólica. Faltar a ella es faltar a nuestro deber apostólico.
Cuando rezamos no estamos olvidando o quitando tiempo a nuestro deber apostólico, al contrario, nos estamos haciendo más aptos para ser utilizados por Dios, como un instrumento, según su voluntad.
Obispo Héctor Luis Villalba - Extracto de su Carta Pastoral sobre La Oración.
Esta oración se alimenta y encuentra su origen precisamente en la misión apostólica pero, al mismo tiempo, esta oración apostólica prepara, acompaña y hasta reemplaza a la tarea apostólica.
En San Pablo vemos que:
“Siempre damos gracias a Dios por todos ustedes, cuando los recordamos en nuestras oraciones, y sin cesar tenemos presente delante de Dios, nuestro Padre, como ustedes han manifestado su fe con obras, su amor con fatiga y su esperanza en Nuestro Señor Jesucristo con una firme constancia” (1 Tes. 1,2-3).
“Nosotros, por nuestra parte, no cesamos de dar gracias a Dios, porque cuando recibieron la palabra que les predicamos ustedes la aceptaron no como palabra humana, sino como lo que es realmente, como Palabra de Dios, que actúa en ustedes, los que creen” (1 Tes. 2,13).
“¿Cómo podremos dar gracias a Dios por ustedes, por todo el gozo que nos hacen sentir en la presencia de nuestro Dios? Día y noche, le pedimos con insistencia que podamos verlos de nuevo personalmente, para completar lo que todavía falta a la fe” (1 Tes. 3,9-19).
“Por eso, desde que nos enteramos de esto, oramos y pedimos sin cesar por ustedes, para que Dios les haga conocer perfectamente su voluntad, y les dé con abundancia la sabiduría y el sentido de las cosas espirituales” (Col. 1,9).
“Doy gracias sin cesar por ustedes, recordándolos siempre en mis oraciones. Que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la Gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo plenamente” (Ef. 1,16-17).
“Por eso doblo mis rodillas delante del Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra. Que Él se digne fortificarlos por medio de su Espíritu, conforme a la riqueza de su gloria, para que crezca en ustedes el hombre interior. Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor” (Ef. 3,14-17).
Oración de acción de gracias u oración de petición es siempre oración apostólica.
Se trata siempre de dilatar el Reino de Dios. Pablo sabe muy bien que sólo Dios puede hacer penetrar, por su gracia, en las almas, el gran misterio de salvación de Cristo Jesús, del cual recibió la misión de predicar.
La oración de San Pablo es incesante, continua, como debe ser la oración de todo cristiano: “de noche y de día”; “sin cesar”; “siempre”. La oración es como la evangelización.
Dice Pablo que hay que evangelizar con oportunidad o sin ella. Lo mismo hay que decir de la oración.
Pero también la oración de Pablo es insistente: “Le pedimos con insistencia”.
Para Pablo la oración es una especie de lucha o combate que sostiene el hombre con Dios.
En la carta a los cristianos de Roma pide a los hermanos de esta comunidad“ en nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu Santo, que luchen junto conmigo, intercediendo ante Dios por mí” (Rom. 15,30).
En la carta a los Colosenses la misma palabra caracteriza la oración que Epafras eleva a Dios:“los saluda Epafras, su compatriota, este servidor de Cristo Jesús no cesa de luchar por ustedes en sus oraciones, para que se mantengan firmes en la perfección, cumpliendo plenamente la voluntad de Dios” (Col. 4,12).
Al comienzo del capítulo segundo de la misma carta a los Colosenses, Pablo usa la misma imagen para hablar del apostolado: “Sí, quiero que sepan qué dura es la lucha que sostengo por ustedes, por los de Laodicea y por tantos otros que no me conocen personalmente” (Col. 2,1).
En esta visión de la oración como lucha no falta la osadía, pero nos hace acordar de las enseñanzas del Evangelio. Por ejemplo, de la parábola del amigo inoportuno (Lc. 11, 5-8), o del episodio de la mujer cananea (Mc. 7,24-30).
Finalidad de la oración
Los Padres de la Iglesia verán en la lucha de Jacob con el ángel narrada en Gen. 32,23-33 una imagen de la eficacia de la oración. Ni Cristo ni San Pablo han dudado en enseñarnos que Dios quiere ser importunado por nuestras oraciones y dejarse, por decirlo así, arrebatar con una gran lucha lo que le pidamos.
Por supuesto, se trata de imágenes. Lo que importa es precisar el sentido. Por supuesto no se quiere decir que el hombre con su oración se propone hacer que Dios quiera lo que antes no quería, como si el hombre pudiese influir en Dios, o como si Dios no fuese el Padre misericordiosos dispuesto dar a sus hijos lo que les conviene (Lc. 11,11-13); infinitamente más solícito por el bien de sus hijos que de dar de comer a los pájaros del cielo y vestir a los lirios del campo (Lc. 12,12-31).
Santo Tomás se ha enfrentado con este problema. El título es: “De cómo la oración conviene a los hombres para obtener lo que esperamos de Dios y de las diferencias que hay entre la oración que el hombre dirige a Dios y la que dirige a otro hombre”. Cuando oramos a Dios dice, no intentemos manifestar nuestros deseos y nuestras necesidades a un Dios que lo sabe todo: “Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo esto tenéis necesidad” (Mt. 6, 22). No se trata tampoco de hacer, mediante palabras humanas, que la voluntad divina quiera lo que antes no quería.
Tenemos que recordar que es Dios mismo quien suscita la oración en nosotros.
Si rezamos, es porque Dios nos lo inspira. Hay una oración que resume maravillosamente esto: “Te rogamos, Señor, que, anticipándote a nuestras acciones, las inspires y las acompañes con tu ayuda, a fin de que toda nuestras oraciones y obras empiecen siempre en ti y en ti terminen”.
Dios está en el origen, en la continuación y en el final de toda la oración y de toda acción sobrenatural nuestra. Entonces, surge la pregunta:
¿Para qué sirve la oración?
a) Para asociarnos a su obra redentora, para que colaboremos con Él en la obra de la salvación. Lo que Dios quiere es que colaboremos según nuestras posibilidades. No podemos volver a Él por nuestros propios medios, pero quiere que podamos algo.
Y ese algo que podemos es la oración que Él nos inspira. De la misma manera al encarnarse manifestó su respeto a la libertad de la Virgen pidiéndole su consentimiento. En cierto modo también a nosotros nos pide nuestro consentimiento cuando nos pide la oración.
b) Pero hay otra razón. Y en esto Santo Tomás sigue a San Agustín que se preguntaba: “¿Qué necesidad hay de orar, si Dios ya conoce lo que necesitamos…? Porque la oración serena nuestro corazón, lo purifica y lo capacita para recibir los dones divinos que nos son infundidos espiritualmente”.
Así, la oración dispone nuestro ánimo, nos hace capaces de recibir lo que Dios nos quiere dar. “La oración le es necesaria al hombre para obtener algo de Dios, no en razón de Dios, sino en razón del que reza, porque así se hace capaz de recibir”.
Por esta causa la oración nunca es inoportuna, ya que, mediante ella, en cierto sentido, permitimos a Dios concedernos lo que Él mismo nos quiere dar. No siempre estamos dispuestos a recibir lo que Él quiere darnos y la oración permite que nos dispongamos para su recepción.
Muchas veces quisiéramos hacer algo por una persona y nos sentimos impotentes. El Señor espera nuestra oración. Orando y mortificándonos nos permitirá tener acceso a esa persona.
Lejos de oponerse a las “necesidades de la acción” tal oración encuentra en ella su razón de ser. Es parte integrante de nuestra tarea apostólica. Faltar a ella es faltar a nuestro deber apostólico.
Cuando rezamos no estamos olvidando o quitando tiempo a nuestro deber apostólico, al contrario, nos estamos haciendo más aptos para ser utilizados por Dios, como un instrumento, según su voluntad.
Obispo Héctor Luis Villalba - Extracto de su Carta Pastoral sobre La Oración.