Como señala la Tertio Millennio Adveniente, el Gran Jubileo deberá revelar una nueva primavera de vida cristiana. Pero con una condición: que los cristianos sean dóciles a la acción del Espíritu Santo.
Las reflexiones sólo tienen una ambición: ayudarnos a tener una particular sensibilidad a todo lo que el Espíritu dice a la Iglesia y a las Iglesias, así como a los individuos por medio de los carismas al servicio de toda la comunidad.
Nuestra lectura del tiempo presente se esfuerza por discernir así lo que sugiere el Espíritu Santo, con la convicción de que “la humanidad, a pesar de las apariencias, sigue esperando la revelación de los hijos de Dios y vive de esta esperanza, como se sufren los dolores del parto, según la imagen utilizada con tanta fuerza por San Pablo en Romanos 8,19-22”.
El Espíritu Santo que ilumina a la Iglesia y a todos los miembros del Pueblo de Dios, que lo guía por inspiraciones, las cuales nos piden escucha y docilidad, es “el agente principal de la Nueva Evangelización”.
Sabemos que Nueva Evangelización no quiere decir evangelio nuevo, como si el Evangelio que recibimos estuviese caduco o fuera insuficiente. “Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre”. Sabemos también que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos”.
Nueva Evangelización: entusiasmo nuevo por la misión, animado por la conciencia renovada de su necesidad y exigencia, así como por los nuevos espacios que le son abiertos, donde el Evangelio parece estar olvidado o clasificado como “ya conocido”.
Es una expresión muy fuerte y viva para manifestar que la novedad pertenece al Evangelio y sólo a él. Por ello la Iglesia no cesa de presentar su mensaje.
Por esta razón, la Iglesia debe hacer un diagnóstico del mundo que ella percibe, y reflexionar sobre los métodos que deben ser adoptados. La vocación misionera está inscrita en la naturaleza de la Iglesia.
El Evangelio es mensajero de alegría y, para que pueda enraizarse en nuestros corazones, es una invitación a la conversión.
PABLO EN EL AREÓPAGO
La Tertio Millennio Adveniente nos muestra el discurso de Pablo en el Areópago de Atenas (Hch 17,16-34) presentándonos una interrogante previa: ¿cuáles son los nuevos areópagos que nos esperan? Es la pregunta que buscaremos responder.
Leamos antes este discurso. Es ejemplar. Ciertamente se dirige a un público seleccionado, caracterizado por las corrientes filosóficas dominantes en esa época y por una actitud frente a la verdad que podría haber descorazonado al Apóstol para no emprender ninguna tarea.
De hecho, su primera reacción es de rechazo: “estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos”.
En Atenas, Pablo divide en dos su actividad de predicador: por un lado, se entretiene en la sinagoga con los judíos y con aquellos que adoran a Dios. Aquí su predicación puede apoyarse en la fe común al Dios único y en su palabra revelada en las Escrituras.
Por otro lado, Pablo discute, diariamente, en el “ágora” con los transeúntes; Pablo va a buscarlos. Entre estos transeúntes hay filósofos epicureístas y estoicos, que se ríen de él: un “charlatán” o un “vendedor ambulante de divinidades extranjeras”, y esto porque anunciaba a Jesús y la resurrección. Los oyentes tal vez entendiesen que Resurrección era el nombre de una diosa. La parresía de Pablo: él no se calla sobre el mensaje ni lo suaviza.
Entretanto, el desprecio no les mata la curiosidad “por las proposiciones extrañas”. Pablo aprovecha la ocasión que se le presenta.
Pablo percibe que ellos no buscan con lealtad la verdad: “Todos los atenienses pasaban el tiempo sino en decir u oír las últimas novedades”.
Pablo no se considera vencido, aunque podría renunciar, desanimado: ¿para qué hablar con un pueblo con tales disposiciones?
Nuestra meditación apunta al carácter paradigmático de la actitud de Pablo frente a la Nueva Evangelización, pues sus aplicaciones actuales son necesarias. El paradigma contenido en la Palabra de Dios tiene valor permanente.
La conclusión del pasaje es breve: “Así salió Pablo de en medio de ellos. Pero algunos hombres se adhirieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio Areopagita, una mujer llamada Damaris y algunos otros con ellos”.
Las reflexiones sólo tienen una ambición: ayudarnos a tener una particular sensibilidad a todo lo que el Espíritu dice a la Iglesia y a las Iglesias, así como a los individuos por medio de los carismas al servicio de toda la comunidad.
Nuestra lectura del tiempo presente se esfuerza por discernir así lo que sugiere el Espíritu Santo, con la convicción de que “la humanidad, a pesar de las apariencias, sigue esperando la revelación de los hijos de Dios y vive de esta esperanza, como se sufren los dolores del parto, según la imagen utilizada con tanta fuerza por San Pablo en Romanos 8,19-22”.
El Espíritu Santo que ilumina a la Iglesia y a todos los miembros del Pueblo de Dios, que lo guía por inspiraciones, las cuales nos piden escucha y docilidad, es “el agente principal de la Nueva Evangelización”.
Sabemos que Nueva Evangelización no quiere decir evangelio nuevo, como si el Evangelio que recibimos estuviese caduco o fuera insuficiente. “Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre”. Sabemos también que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos”.
Nueva Evangelización: entusiasmo nuevo por la misión, animado por la conciencia renovada de su necesidad y exigencia, así como por los nuevos espacios que le son abiertos, donde el Evangelio parece estar olvidado o clasificado como “ya conocido”.
Es una expresión muy fuerte y viva para manifestar que la novedad pertenece al Evangelio y sólo a él. Por ello la Iglesia no cesa de presentar su mensaje.
Por esta razón, la Iglesia debe hacer un diagnóstico del mundo que ella percibe, y reflexionar sobre los métodos que deben ser adoptados. La vocación misionera está inscrita en la naturaleza de la Iglesia.
El Evangelio es mensajero de alegría y, para que pueda enraizarse en nuestros corazones, es una invitación a la conversión.
PABLO EN EL AREÓPAGO
La Tertio Millennio Adveniente nos muestra el discurso de Pablo en el Areópago de Atenas (Hch 17,16-34) presentándonos una interrogante previa: ¿cuáles son los nuevos areópagos que nos esperan? Es la pregunta que buscaremos responder.
Leamos antes este discurso. Es ejemplar. Ciertamente se dirige a un público seleccionado, caracterizado por las corrientes filosóficas dominantes en esa época y por una actitud frente a la verdad que podría haber descorazonado al Apóstol para no emprender ninguna tarea.
De hecho, su primera reacción es de rechazo: “estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos”.
En Atenas, Pablo divide en dos su actividad de predicador: por un lado, se entretiene en la sinagoga con los judíos y con aquellos que adoran a Dios. Aquí su predicación puede apoyarse en la fe común al Dios único y en su palabra revelada en las Escrituras.
Por otro lado, Pablo discute, diariamente, en el “ágora” con los transeúntes; Pablo va a buscarlos. Entre estos transeúntes hay filósofos epicureístas y estoicos, que se ríen de él: un “charlatán” o un “vendedor ambulante de divinidades extranjeras”, y esto porque anunciaba a Jesús y la resurrección. Los oyentes tal vez entendiesen que Resurrección era el nombre de una diosa. La parresía de Pablo: él no se calla sobre el mensaje ni lo suaviza.
Entretanto, el desprecio no les mata la curiosidad “por las proposiciones extrañas”. Pablo aprovecha la ocasión que se le presenta.
Pablo percibe que ellos no buscan con lealtad la verdad: “Todos los atenienses pasaban el tiempo sino en decir u oír las últimas novedades”.
Pablo no se considera vencido, aunque podría renunciar, desanimado: ¿para qué hablar con un pueblo con tales disposiciones?
Nuestra meditación apunta al carácter paradigmático de la actitud de Pablo frente a la Nueva Evangelización, pues sus aplicaciones actuales son necesarias. El paradigma contenido en la Palabra de Dios tiene valor permanente.
La conclusión del pasaje es breve: “Así salió Pablo de en medio de ellos. Pero algunos hombres se adhirieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio Areopagita, una mujer llamada Damaris y algunos otros con ellos”.
GEORGES COTTIER