20070227

PRISCILA Y ÁQUILA - La Iglesia primitiva

Los nombres de Priscila y Áquila son latinos, pero tanto el hombre como la mujer eran de origen judío. Al menos Áquila, procedía de la Anatolia del norte, en la actual Turquía; mientras que Priscila, cuyo nombre abreviado, Prisca, era probablemente una judía procedente de Roma
Desde Roma habían llegado a Corinto, donde Pablo se encontró con ellos al inicio de los años cincuenta; allí si asoció a ellos y, dado que ejercían el mismo oficio de fabricantes de tiendas para uso doméstico, como cuenta Lucas, fue acogido incluso en su casa

Su llegada a Corinto había sido la decisión del emperador Claudio de expulsar de Roma a los judíos.
El historiador romano Suetonio nos dice, que había expulsado a los judíos porque "provocaban tumultos a causa de un cierto Cresto".
Se ve que no conocía bien el nombre (en vez de Cristo escribe “Cresto”) y tenía una idea muy confusa de lo que había sucedido. De todos modos, se daban discordias dentro de la comunidad judía en torno a la cuestión de si Jesús era el Cristo. Y para el emperador estos problemas eran simplemente motivo de expulsión de todos los judíos de Roma.
Se deduce que los esposos habían abrazado la fe cristiana en Roma en los años cuarenta, y que ahora habían encontrado en Pablo a alguien que no sólo compartía con ellos esta fe, sino que era también apóstol. Por tanto, el primer encuentro tiene lugar en Corinto, donde le acogen en la casa y trabajan juntos en la fabricación de tiendas.

En un segundo momento, se trasfieren a Asia Menor, a Éfeso. Allí desempeñaron un papel determinante para completar la formación cristiana de Apolo. Dado que él sólo conocía someramente la fe cristiana, “al oírle Áquila y Priscila, le tomaron consigo y le expusieron más exactamente el Camino”. Cuando en Éfeso el apóstol escribe su Primera Carta a los Corintios, junto a sus saludos, envía explícitamente también los de “Áquila y Prisca, junto con la Iglesia que se reúne en su casa”.

De este modo, sabemos el papel importante que esta pareja desempeñó en la Iglesia primitiva: el de acoger en su casa al grupo de los cristianos del lugar que se reunían para escuchar la Palabra de Dios y celebrar la Eucaristía.
Ese tipo de reunión en griego se llama “ekklesía”, la palabra latina es “ecclesia”, la italiana “chiesa” (en español es “iglesia”), que quiere decir convocación, asamblea, reunión.

En la casa de Áquila y Priscila, se reúne la Iglesia, la convocación de Cristo, que celebra allí los sagrados misterios. Podemos ver el nacimiento de la Iglesia en las casas de los creyentes. Los cristianos, hasta el siglo III, no tenían lugares propios de culto: éstos fueron en un primer momento, las sinagogas judías, hasta cuando la originaria simbiosis entre Antiguo y Nuevo Testamento se deshizo y la Iglesia de la gentilidad se vio obligada a darse una identidad propia, siempre profundamente arraigada en el Antiguo Testamento.

Tras esta “ruptura”, los cristianos se reúnen en las casas, convirtiéndose así en “Iglesia”. Y por último, en el siglo III, nacen los auténticos edificios del culto cristiano. Pero aquí en la primera mitad del silo I y en el siglo II, las casas de los cristianos se convierten en auténtica “iglesia”.
Es lo que sucedía en Corinto, donde Pablo menciona a un cierto “Gayo, huésped mío y de toda la Iglesia”, o en Laodicea, donde la comunidad se reunía en la casa de una cierta Ninfas, o en Colosas, donde la reunión tenía lugar en la casa de un tal Arquipo.

Al regresar a Roma, Áquila y Priscila siguieron desempeñando esta función en la capital del imperio. Pablo, al escribir a los romanos, les envía este saludo particular: “Saluden a Prisca y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús. Ellos expusieron sus cabezas para salvarme. Y no soy solo en agradecérselo, sino también todas las Iglesias de la gentilidad; saludad también a la Iglesia que se reúne en su casa” (Romanos 16, 3-5).
¡Qué extraordinario elogio de esos dos cónyuges encierran estas palabras! Lo eleva nada más y nada menos que el apóstol Pablo. Reconoce explícitamente en ellos dos a auténticos e importantes colaboradores de su apostolado. La referencia al hecho de haber arriesgado la vida por él está probablemente en relación con algún gesto a favor suyo durante alguno de sus encarcelamientos, quizá en la misma Éfeso. Y el hecho de que Pablo asocie su gratitud a la de todas las Iglesias de la gentilidad, aunque la expresión pueda parecer una hipérbole, da a entender la grandeza de su radio de acción y su influencia a favor del Evangelio.

La tradición hagiográfica (historia de la vida de los santos) posterior ha dado una importancia sumamente particular a Priscila, aunque queda en pie el problema de una identificación suya con otra Priscila mártir. En todo caso, tenemos tanto una iglesia dedicada a santa Prisca, en el Aventino, como las catacumbas de Priscila, en la Vía Salaria.

Se perpetúa la memoria de una mujer que ha sido una persona activa y de gran valor en la historia del cristianismo romano. Hay algo que es seguro: a la gratitud de esas primeras Iglesias, de la que habla san Pablo, se debe unir también la nuestra, pues gracias a la fe y al compromiso apostólico de los fieles, de familias, de esposos como Priscila y Áquila, el cristianismo ha llegado a nuestra generación. Podía crecer no sólo gracias a los apóstoles que lo anunciaban. Para arraigarse en la tierra del pueblo, para desarrollarse vivamente, era necesario el compromiso de estas familias, de estos esposos, de estas comunidades cristianas, de fieles que han ofrecido el “humus” al crecimiento de la fe.

Y sólo así crece la Iglesia. Esta pareja demuestra la importancia de la acción de los esposos cristianos. Cuando están apoyados por la fe y por una intensa espiritualidad, su compromiso valiente por la Iglesia y en la Iglesia se hace natural. La cotidiana comunión de su vida se prolonga y en cierto sentido se sublima al asumir una común responsabilidad a favor del Cuerpo místico de Cristo, aunque sólo sea de una pequeña parte de éste. Así sucedió en la primera generación y así sucederá frecuentemente.

De su ejemplo podemos sacar otra lección que no hay que descuidar: toda casa puede transformarse en una pequeña iglesia. No sólo en el sentido de que en ella tiene que reinar el típico amor cristiano, hecho de altruismo y recíproca atención, sino más aún en el sentido de que toda la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada a rotar en torno a Jesucristo. Por eso, en la Carta a los Efesios, Pablo compara la relación matrimonial con la comunión esponsal que se da entre Cristo y la Iglesia.
Es más, podríamos considerar que el apóstol conforma la vida de la Iglesia con la de la familia. Y la Iglesia, en realidad, es la familia de Dios.
Honramos, por tanto, a Áquila y Priscila como modelos de una vida conyugal comprometida al servicio de toda la comunidad cristiana. Y encontramos en ellos el modelo de la Iglesia, familia de Dios para todos los tiempos.
Benedicto XVI - 7 febrero 2007. Vaticano
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